Entre los indios

Había oído hablar de naciones indígenas, selváticas, que no construían ni fabricaban nada que no fuera de la más estricta necesidad, y andaban desnudos, a favor de climas benignos. Gente más razonable, evidentemente. Pero no tanto. Porque lo material era apenas la cara visible de una carga mucho mayor, mucho más abrumadora de lo que sugerían las pirámides de piedra. Había otra clase de construcciones y fabricaciones. Por ejemplo los relatos, históricos o mitológicos, o una mezcla de los dos, con los que creían confirmar su condición de seres pensantes. Aunque en su mayoría eran repeticiones inmemoriales, alguien tenía que haberlos contado por primera vez, y en realidad siempre era la primera vez: había que recordar los episodios, encontrar las palabras y giros adecuados, mantener inteligible el discurso. No era tan fácil. Hasta podía dar más trabajo que tallar una enorme serpiente de piedra. Y el peso no era menor, todo lo contrario: porque esa hipotética serpiente de piedra, o cualquier otra cosa por el estilo, podía dejarse sobre su pedestal, mientras que esos engorrosos cuentos (algunos, le habían dicho, eran larguísimos) había que cargarlos siempre en la memoria. Y si al menos contuvieran alguna utilidad práctica, una información, instrucciones… Pero no, eran fábulas tan gratuitas como ridículas, del más notorio absurdo, sobre el origen del loro, o el matrimonio del Sol y la Luna, unas puerilidades que daban vergüenza.